Wednesday, February 08, 2006

LA VIRGEN ROBADA

La mañana del domingo 15 de agosto, día de la Asunción de la Virgen, el padre Damián se despertó a las cinco de la mañana, pensando en todas las cosas que tenía que preparar. Era la celebración más importante del pueblo, incluso más que Navidad y Semana Santa, así que nada podía salir mal; ninguna de las doce misas que tendría que hacer, y menos la procesión de las siete de la tarde. Durante semanas, todo el mundo se había preparado para honrar a la virgen, e incluso algunas familias, como los Solar y los Domínguez, habían viajado de propio a Santiago a comprarse ropa nueva y alfombras impecables para sus casas, como había sabido él por los infaltables chismorreos de pasillo de iglesia. Las demás familias, menos acomodadas, habían comenzado a hacer un aseo general, sacando brillo a sus pisos descoloridos, pintando las ajadas paredes y cortando flores del jardín para arrojarlas al paso de la Virgen de los Inocentes.
Y no era para menos, pues desde que la Virgen llegó al Pueblo como obsequio del Cardenal de la época, hace más de 100 años atrás, la leyenda contaba que una terrible enfermedad que atacaba a los niños había sido milagrosamente erradicada. Claro que esa historia no tomaba en cuenta el hecho de que, más o menos por los mismos años, los avances científicos habían descubierto un medicamento contra la peste, y poco más tarde el pueblo se había cubierto de hombres y mujeres con delantales blancos repartiendo vacunas por todas las casas.
Como sea que haya sido, el caso es que la Virgen pasó a ser algo así como la Patrona, protectora indiscutida de los niños, y por añadidura, de los ancianos, desprotegidos y cualquiera que sufriera algún tropiezo en la vida.
En algunas ocasiones, como la de este día, llegaban procesiones de personas de otros lados, a veces hasta de Santiago, confiados en el poder milagroso de la Virgen de los Inocentes. La primera vez que a él le tocó oficiar la festividad, hace diez años atrás, se impresionó con esa turba de gente, un mar de personas que venían caminando desde lugares insospechados hacia el pueblo, algunos con las rodillas sangrantes luego de haber caminado en esa posición decenas de kilómetros; otros con sus niños enfermos en brazos y algunas mujeres rezando a gritos por la salvación de sus almas.
Recuerda que quiso esconderse, huir hacia los potreros y dejar la Iglesia, la Virgen de los Inocentes y las explicaciones a su hermana, convencido de que con toda esa gente se ahogaría, se perdería entremedio de la turba y no aparecería jamás. Pero momentos después recapacitó, y ofició doce misas, una tras otra; repartió bendiciones a moros y cristianos, caminó los trece kilómetros delante de la virgen en la procesión, cantando a todo pulmón, y finalmente, llegó rendido a su casa, cenó lo que su hermana Rosa le tenía preparado y se acostó, pensando en los milagros que la Virgen había realizado ese día. Jamás había visto tales muestras de fe, de fervor religioso y de confianza plena en esa figura de madera.
Se levantó trabajosamente; ya los setenta años le pesaban y su camarote de bronce no era todo lo cómodo que él esperaba. Todo el armazón crujió cuando puso sus pies en el suelo y se dio impulso para levantar sus noventa kilos de peso. En dos minutos, lavó sus manos y su cara con el agua de un lavatorio que había junto a la ventana, se puso su sotana blanca y partió a la Iglesia, seguro de que ya había por los menos una docena de personas con ramos de flores, esperando que abriera las puertas para decorar el espacio de la Virgen. Jamás, en todos esos años, había conseguido que las viejas asiduas a la Iglesia se pusieran de acuerdo en las flores, por lo que al final la pobre virgen debía aguantar una enorme variedad de colores, formas y texturas desparramadas a sus pies, aunque él estaba seguro de que a la “madrecita”, como le llamaba, le encantaba.
Dicho y hecho. Frente a la enorme puerta de roble de la Iglesia, se agrupaban alrededor de 20 mujeres, esperando con ansias que él llegara a abrirles la puerta, y llevarse el gran honor de ser la primera en llegar con las flores a la Virgen. El padre Damián suspiró, apuró el paso y sacó un enorme manojo de llaves que siempre le colgaba del cinto.
En el minuto en que estaba abriendo la puerta, y con el murmullo de las voces rondándole en la cabeza, tuvo un mal presentimiento. No sabría decir en qué consistía, pero fue como si un viento helado le atravesara la espalda, enmudeciéndolo por varios segundos.
Al abrir la puerta, e inclinarse para hacer el signo de la cruz, no tuvo dudas acerca de que ese sentimiento no andaba tan errado. Lo primero que le llamó la atención fueron los vidrios esparcidos por el suelo del pasillo principal; vidrios de colores, que indudablemente pertenecían al vitral de detrás del altar, que tenía como centro la figura de la virgen con el niño en brazos.
Miró por todo el recinto, pero de manera inconsciente no se atrevía a mirar hacia el ala izquierda, donde moraba la Virgen de los Inocentes, con sus vestiduras de terciopelo bordadas en hilo de oro auténtico y su largo cabello negro; finalmente, no tuvo más remedio que hacerlo, y al descubrir un enorme espacio vacío donde hasta el día anterior había estado la virgen, sólo fue capaz de articular una frase antes de caer desmayado en el piso.
-¡¡¡La Virgen!!! ¡¡¡Se han robado la Virgen!!!


Cuando abrió los ojos, las veinte señoras que lo rodeaban ya habían organizado un operativo de primeros auxilios, así que se vio en la indigna posición de los pies levantados sobre una de las bancas de la Iglesia, con dos pañuelos perfumados en la frente y un murmullo de rezos que pedían por su pronta recuperación.
Se levantó rápidamente, les pidió a todos que salieran por un momento, mientras pensaba en lo que haría, y se postró en el suelo, frente al Santísimo, orando para que lo que acababa de ver fuese mentira, sólo una mala broma, y que se le concediera el anhelo de levantar la mirada y encontrarse con la “madrecita”, mirándolo de forma consoladora.
Nada de eso ocurrió, sin embargo. Tuvo que levantarse, trabajosamente, limpiarse los vidrios que se habían adherido a sus vestidos, y pensar en las acciones posteriores. Evidentemente, la celebración se tendría que cancelar por tiempo indefinido, así que por lo menos durante ese día, tendría que entregar explicaciones por doquier, o poner un cartel en la puerta de la Iglesia con un breve comunicado, lo que, por supuesto, llevaría a todos a la puerta de su casa, así que decidió quedarse en la Iglesia, y decir misas pidiendo por la recuperación de la Virgen de los Inocentes. Ya mañana, que era otro día, se comunicaría con Carabineros y vería qué hacer.
Sabía lo que se venía encima. Recriminaciones, quejas, llantos y un sentimiento de culpa del cual no se podría librar en mucho tiempo, por no haber sido más cuidadoso y haber puesto rejas, más protecciones, más seguridad para la Virgen. También se llenaría de rumores, de gente que había visto a otros cerca de la Iglesia a tal hora, o que creían haber visto un hilo dorado a lo lejos en el camino, o un atado de pelos negros botados en la entrada de su casa.
Lo que jamás se imaginó es lo que realmente pasó. Sí, mucha gente culpó a sus vecinos; y sí, mucha gente vio las vestiduras de la virgen en alguna parte; pero lo más increíble fue que todo el pueblo comenzó a sospechar que la Virgen, conmemorando la fecha, había ascendido al cielo, pasando por el vitral delator.
Él dejó que lo pensaran, por lo menos hasta encontrar la Virgen y traerla de vuelta al pueblo, cosa que ya había comenzado a tomar el color de un desafío personal; el dejarla de nuevo en el hogar de sus últimos 100 años, ya no era un asunto trivial, sino una cosa que tenía que hacer antes de morir. No podía dejar al pueblo sin la protección de su “madrecita”. Así que el mismo día lunes, después de pasar por la comisaría y descubrir la inutilidad de quedarse, hizo sus maletas con la poca ropa que tenía, se puso sus zapatos más cómodos y se fue a Santiago por el tiempo que fuese necesario para recuperar a la Virgen. Estaba convencido de que sólo en la gran ciudad alguien podría esconder una figura de madera noble, tamaño natural, sin que otra persona lo notara.

Ya habían pasado tres semanas y no había ninguna noticia de la Virgen, pese a que en todas las oficinas de investigaciones había un enorme cartel con una foto que decía: Virgen Robada, el 15 de agosto, si alguien la ve comuníquese con el teléfono y bla, bla, bla. Casi nadie había llamado, y los que lo habían hecho, no habían podido dar ninguna explicación o se trataba de bromas. Para peor, el tiempo ya casi se le acababa, y más temprano que tarde, tendría que volver al pueblo, para retomar sus funciones. De todas formas, no soportaba la idea de llegar con las manos vacías, sin saber siquiera que había sido de la “madrecita”.
Decidió entonces, hacer una última búsqueda exhaustiva, por todos los barrios donde podía encontrarse la Virgen. Llegó al Persa Bio bío, a Franklin, Estación Central, al Centro, y donde se le ocurrió. Finalmente, a las seis de la tarde, después de haber dejado los pies en esa maldita ciudad, y cuando ya empezaba a convencerse, al igual que su hermana y las viejas de la Iglesia, de que efectivamente la Virgen había emprendido rumbo al cielo, cuando se la encuentra de golpe y porrazo en la vitrina de una tienda antigua, en cuya puerta había un letrero de madera con la palabra “Sastería”.
Fue tan sorpresivo que casi se fue de espaldas, y tan humillante que estuvo a punto de llorar. La Virgen de los Inocentes, Patrona Absoluta y Protectora de su querido pueblo, figuraba al lado de sendos maniquíes de yeso, ajados por el tiempo, el polvo y el maltrato, con su sedoso y largo pelo negro atado en una cola de caballo, vestida con un horrible traje de dos piezas color salmón, y en sus delicadas manos, las cuales tantas veces llevaron rosarios de oro y flores frescas, lucía una descolorida tarjeta de cartulina, donde alguien había garabateado el precio de la ropa con mano temblorosa.
El padre Damián no lo podía creer. Y a pesar de lo adoloridos que estaban sus pies y al cansancio que lo dominaba, con paso firme e indignado entró a la tienda, dispuesto a increpar con palabras menos que piadosas al dueño o a quien fuera el responsable de tamaña afrenta.
Un ruido de campañitas acompañó su entrada, lo que alertó al encargado de la tienda. Al encontrarse con él, el padre Damián no pudo proferir ni uno sólo de los insultos que había preparado, los cuales quedaron congelados en sus labios. Al otro lado del mostrador, estaba un abuelito, probablemente de más de noventa años, encorvado por los años y con el rostro tan arrugado que apenas se adivinaba donde estaban los ojos.
- ¿En qué lo puedo ayudar, padrecito?
- Este… -no sabía qué decir, cómo empezar a explicar su entrada intempestiva y su dureza de gestos- ¿Me podría mostrar el traje salmón que tiene en la vitrina?
A medida que caminaban través de la tienda, el abuelo le contó la historia de su vida. Había abierto el negocio de telas y sastería junto a su señora, hace más de sesenta años; antes, tenían un buen pasar, y llegaron a ser conocidos como de los mejores de Santiago. Sin embargo, ahora apenas le alcanzaba para vivir, y estaba lleno de deudas. A eso, se sumaba la reciente muerte de Delia, ocurrida hace un mes, que lo había sumido en una honda tristeza.
-Lo único que me logró consolar, hace unos días, fue la llegada de esta señorita. –dijo, mostrando a la Virgen– Mírela bien, y después vea esta fotografía antigua. ¿No es igual?
El padre Damián recibió la fotografía, observando el lozano rostro de una mujer joven, tomada evidentemente hace décadas. La impresión fue mayúscula, pues al comparar ese rostro con el de la Virgen, no parecía haber diferencia alguna: los mismos ojos y pelo negro, las delicadas facciones, los labios que se adivinaban rojos, todo era una copia perfecta, una ironía de la vida, un encuentro con el pasado.
-¿Ahora entiende por qué la visto con mis mejores trajes, padrecito?
Sí, ahora entendía. Le dijo al tendero que no se preocupara, que no iba a llevar nada, y que Dios lo bendiga. Salió con el sombrero en la mano y con paso cancino, pensando en que, después de todo, la “mamacita” sí se había ido a un lugar más cerquita del cielo.

2 comments:

Anonymous said...

hola, no tengo mas que felicitaciones por tus relatos, son muy entretenidos. Deberias pensar en escribir algo mas largo.
saludos

Xi said...

Tres hurras por tu cuento. Me gusta que vayas mezclando la ficción con tus relatos en la ciudad.

Te mando un besote, y te invito a jugar el juego que hay en mi blog, ese de 5 hábitos tuyos. El reglamento está en mi último post.

Mil abrazos, te echo de menos...