Monday, October 04, 2004

La chica del gym

Aunque muchos no lo crean, me metí al gimnasio. No fue una decisión fácil, sobre todo porque la gente que me conoce sabe que una de las cosas que más odio en la vida es hacer ejercicio. De hecho, me resistí a hacerlo todo el primer semestre del año, aduciendo que no tenía tiempo ni plata disponible para ir. Obviamente, eran excusas insuficientes hasta para mí, así que después de medio año de escuchar los sabios consejos de mi mamá sobre lo bien que me haría hacer un poco de ejercicio y la incredulidad de mis compañeras de oficina en cuanto a cómo podía estar bien conmigo misma sin dietas ni gimnasio incluidas en mi vida, que hasta yo me comencé a preocupar de mi evidente indiferencia por mi físico. Claro que la gota que rebasó el vaso fue el insensible comentario de una despiadada depiladora anónima a la que acudí un día de emergencia, quien me preguntó cuántos meses de embarazo tenía. ¿Quéeee? Le dije yo ¡No estoy embarazada! Lejos de disculparse por tamaña ofensa, la muy vaca me dice: Es que no puede ser que una lolita como tú tenga esa guata, ¡Tienes que hacer algo!
Ni corta ni perezosa, me inscribí nada más ni nada menos que en un plan semestral (la última vez que me metí por un mes simplemente no pude pagar el segundo: se trataba de elegir entre otro mes de tortura o una terapia de ida al shopping a comprarme zapatos. No me resistí a la tentación).
En fin, con que ahí estaba, enfundada en un buzo del año de la pera, una polera que bien podría pasar por túnica y unas zapatillas compradas de emergencia en la tarde anterior, luego de recordar que el único par que tenía lo había regalado hace más de un año. La verdad es que estaba bastante lejos de ser la mujer prototipo de ese gimnasio, cuyas prendas consisten en unos ajustados pantalones elasticados y un mínimo top de lycra que permite ver su apretado cuerpo. Dios libre a cualquiera de verme en esa pinta.
Si alguien ha ido alguna vez a una evaluación en un gimnasio, sabrá lo que se siente; si alguien no ha ido nunca baste con decir que es como si alguien te revelara de un sopetón todas las cosas que no quieres saber, y si te las dijera un amiga o tu pololo lo odiarías por el resto de tu vida; peso exacto, hasta el último gramo, porcentaje de grasa de tus brazos, tus muslos, tu espalda y si tú quieres, hasta de los dedos de los pies. Luego, el comentario de tu famoso profesor evaluador, quien te revela que lejos de lo que tú pensabas (hasta el momento te considerabas una persona perfectamente normal), necesitas urgentemente una rutina de ejercicios por lo menos tres veces a la semana y reducir groseramente tu ingesta de calorías, porque si no, la grasa comenzará a acumularse hasta los temerarios límites de la obesidad.
A esas alturas, lo único que quería era echarme a llorar, o en su defecto, tomar toda esa grasa, acumularla de alguna manera misteriosa en mi mano y pegarle al amable profesor una cachetada de esas de las películas, a ver si se da cuenta del efecto que sus palabras pueden provocar en alguien que, minutos antes, era una muy normal y equilibrada persona.
En vez de eso, le acepté todos sus comentarios, y además, me dejé arrastrar hacia una rutinas de ejercicios donde predominaban mis tan odiados abdominales. Además, el gimnasio tiene unas máquinas que lucían tal cual como yo las imaginé: perfectos, relucientes y cuidados aparatos de tortura. Saqué entusiasmo de la nada, puesto que si ya estaba ahí y había pagado lo equivalente a un mes de arriendo, comida y unas cuantas prendas de ropa, no era precisamente para no hacer nada.
Las primeras semanas me porté como un relojito, y fui al gimnasio independiente de que hicieran dos grados bajo cero, o que lloviera a truenos. Con el tiempo, la cosa ha ido decayendo, y aunque sigo yendo, cada vez me cuesta más dejar de lado otras cosas por ir al gimnasio. Aún estoy lejos de ser una alumna modelo: debo ser la única a la que el profesor ha puesto ¡¡¡ÁNIMO!!! en la rutina de ejercicios, con grandes letras rojas. El otro día se me ocurrió ir a una clase de spinning, con la que comprobaría hasta qué punto dos meses de gimnasio habían aumentado mi resistencia. A los quince minutos, de clase, no sólo odiaba con el corazón al profesor y a mis compañeros de clase, quienes parecieran estar dando un tranquilo paseo en bicicleta por el campo, sino también me odié a mí misma, preguntándome quién me había mandado a estar en ese lugar, a esa hora. Otra vez, una de las máquinas en las que estaba trabajando reveló su profunda naturaleza torturadora: mis piernas quedaron atrapadas, quedando imposibilitada de salir hasta que un amable profesor acudió en mi ayuda y me desatoró. Sin embargo, la mayor vergüenza la pasé la semana pasada, cuando estaba entusiasmadísima en la cinta trotadora, viendo una serie en TV cable. Sólo se me ocurrió anudarme la zapatilla para que la catástrofe ocurriera. Me desequilibré, enredándome en la estera, la cual literalmente me arrastró hasta el suelo. Sólo escuche los OHHHH y AHHHH de los que estaban alrededor, porque el dolor y la vergüenza no me permitieron ni siquiera levantar la cabeza. ¿Estás bien?, me preguntó un profesor. Sí, estupendo, no pasa nada, fue mi respuesta, volviendo a levantarme y, como la mujer digna que soy, volví a subirme a la máquina a terminar mi caminata.
De todas maneras, creo que cuando acaben estos seis meses de gimnasio, buscaré otra alternativa para mejorar mi figura. Recibo propuestas.

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