Tuesday, October 12, 2004

La fuerza de gravedad y yo

Todos los que leen mis historias ya se habrán dado cuenta de que tengo serios problemas con la fuerza de gravedad. Yo creo que la tierra tiene una especie de fascinación conmigo, pues me quiere lo más cerquita posible.
Mi relación con el suelo se remonta a muchos años atrás, cuando ya contaba con casi tres años y todavía no aprendía a caminar. Según todos, la razón por la cual no podía hacerlo eran las secuelas que había dejado en mí un atarantado nacimiento (nací a los seis meses y medio de gestación), pero en realidad presiento que desde ese minuto la tierra decidió adoptarme.
Mi abuela dice que llegaba a llorar cuando veía que yo caminaba dos pasos, me caía de rodillas, me levantaba, caminaba dos pasos más y volvía a levantarme. Creo que ahí nació mi incomparable tozudez, además de todas las “hermosas” cicatrices que adornan mis rodillas y piernas.
Lo incómodo de la situación es que la fuerza de gravedad decide recordarme que existe cuando las circunstancias no son las adecuadas. De hecho, mis caídas traspasan los límites de la normalidad hasta convertirse en verdaderos mitos urbanos, que después llegan hasta mis propios oídos. Por ejemplo, ese día nefasto de mi adolescencia, cuando el destino quiso que, por primera vez en mi vida pudiese acercarme a él. Él era, obviamente, uno de los amores que tuve en esos años, que no me pescaba ni en bajada y con vuelo y con quien, por fin, había logrado entablar conversación. Coqueta y confiada, iba afirmada en la puerta del baño de un bus intercomunal, hasta que la famosa fuerza de gravedad decidió recordarme cuánto me amaba. Me fui para atrás de un modo absolutamente indigno, y para más mala suerte, era el primer día de calor del año, por lo que andaba de jumper y calcetas. Oh, Dios. Ni siquiera habíamos conversado lo suficiente para tomarnos de la mano y ya el susodicho había tenido una vista panorámica de mi ropa interior. Por supuesto, el romance se frustró, en medio de las risas y carcajadas de todos los pasajeros.
Otra memorable ocasión fue para el matrimonio de una de mis hermanas. Era primera vez que oficiaba como parte de la familia oficial de la novia, por lo que me esmeré en verme preciosa. Me puse un lindo vestido, un peinado top y un par de zapaos que fueron mi perdición. Ya avanzada la noche, mis famosos zapatos resbalaron, haciéndome caer estrepitosamente en medio de la pista de baile. Gracias a Dios, no me pasó nada grave, salvo que todo el mundo pensó que estaba completamente ebria. No todos comprenden la relación entre el suelo y yo.
Y ese es sólo un ejemplo de mis múltiples vergüenzas. De hecho, mis compañeras de colegio aún se preguntan cómo demonios lo hacía para lanzarme en el salto largo y caer como un saco de papas en el banco de arena, aterrizando como si fuera un piquero olímpico (Ahora que lo pienso, tal vez en eso me iría bien).
Lo bueno es que a mí, en propiedades adquiridas, no me la gana nadie. Hasta el momento, tengo acciones en el gimnasio, en la universidad (donde una vez llegue en dos segundos al pie de una enorme escalera de piedra, aterrizando en pleno patio central de Campus Oriente. Obviamente, andaba con mini), en la oficina donde trabajo y hasta en un pub de Valparaíso, donde todos corearon mi caída con grandes AHHH.
Insisto en que la fuerza de gravedad me ama porque pese a todas estas caídas, jamás me he quebrado nada, nunca he tenido un yeso en mi vida, en cuanto a salud física se trata. En cuanto a salud mental, creo que si en algo me han servido las caídas literales, es en aprender a superar las caídas emocionales. Total, más allá del suelo es difícil pasar, y después, no queda más que reírse de uno mismo y seguir adelante.
Eso sí, no me puedo aguantar la risa cuando alguien se cae al lado mío. Siempre me dan esas risas histéricas que no puedo controlar, y lo que menos hacen es ayudar al otro. ¡¡¡No soy buena compañía para alguien que sufra el mismo síndrome que yo!!!

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